I CONCURSO LITERARIO "ABEL HERNÁNDEZ"
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ROJO
A esta hora, el miedo se asienta en el pueblo como lo hacen las nieblas densas del invierno. Cae plomizo entre los pocos habitantes que aún resisten en estas casas atávicas de piedra fría. Las puertas se refuerzan con maderos de fresno claveteados y se deja morir el fuego en los hogares para que el humo no delate a nadie. Todas las contraventanas se cierran con premura, sin excepción. Únicamente una rendija queda abierta. Un hueco desde el cual, la mirada aterrada de Alma observa lo que sucede ahí fuera.
Húmedas. Frías. Ese característico olor a barro pisoteado y a hierba quebrada. Ese profundo hedor a mierda incrustado en las pezuñas. Las patas del rebaño corren alteradas por las calles de Valduérteles, sucias de pura naturaleza, nerviosas por lo sucedido. A nadie le extraña verlas teñidas de ese marrón parduzco que emponzoña la nieve a su paso pero, esta vez, es el rojo quien las tiñe. El rojo vivo de la sangre. Lo han vuelto a hacer.
Aprendieron a defenderse por necesidad, asumiendo que alguna moriría entre las dentelladas desesperadas de sus predadores. Lo que no se comprende es en qué momento empezaron a recrearse matando, a disfrutar pisoteando los cadáveres hasta hacerlos trizas y embadurnarse como posesas, de vísceras y astillas de hueso molido. Comenzaron por los lobos, pero tal era su éxtasis por la sangre que enseguida pasaron a escabechar indiscriminadamente a los aldeanos.
Como cada tarde, bajan del monte como una marabunta enloquecida, atravesando las calles empedradas del pueblo en busca de víctimas. Saben que la nieve les ha dejado incomunicados y vulnerables, que son pocos y mayores, y que este invierno estará teñido de rojo. Saben también que, tras esa ventana, tras esa rendija apenas perceptible, el ojo de Alma vigila con pavor. Hacia allí trotan.
Húmedas. Frías. Ese característico olor a barro pisoteado y a hierba quebrada. Ese profundo hedor a mierda incrustado en las pezuñas. Las patas del rebaño corren alteradas por las calles de Valduérteles, sucias de pura naturaleza, nerviosas por lo sucedido. A nadie le extraña verlas teñidas de ese marrón parduzco que emponzoña la nieve a su paso pero, esta vez, es el rojo quien las tiñe. El rojo vivo de la sangre. Lo han vuelto a hacer.
Aprendieron a defenderse por necesidad, asumiendo que alguna moriría entre las dentelladas desesperadas de sus predadores. Lo que no se comprende es en qué momento empezaron a recrearse matando, a disfrutar pisoteando los cadáveres hasta hacerlos trizas y embadurnarse como posesas, de vísceras y astillas de hueso molido. Comenzaron por los lobos, pero tal era su éxtasis por la sangre que enseguida pasaron a escabechar indiscriminadamente a los aldeanos.
Como cada tarde, bajan del monte como una marabunta enloquecida, atravesando las calles empedradas del pueblo en busca de víctimas. Saben que la nieve les ha dejado incomunicados y vulnerables, que son pocos y mayores, y que este invierno estará teñido de rojo. Saben también que, tras esa ventana, tras esa rendija apenas perceptible, el ojo de Alma vigila con pavor. Hacia allí trotan.